Dios tiene barba?
Siempre que miraba hacia arriba, me imaginaba observada e intuía que en algún lugar, jugando al escondite, se encontraba Dios con su enorme ojo controlador. Así crecí con el miedo instalado en alguna parte de mi cuerpo, todo lo que hacía, decía, pensaba o sentía quedaba anotado en el libro divino de los registros.
Sólo con el tiempo descubrí que dios llevaba afeitado mucho tiempo, que no le gustaba el escondite, que a veces llevaba guantes y que otras tantas miraba distraído a otro lado para dejarme hacer. En realidad siempre me dejaba hacer, su libro de registros estaba vacío, nunca llegó a abrirlo.
Supe, quizás demasiado mayor, que no era un dios justiciero, sino un dios sereno y paciente que habitaba en todas las cosas que me rodeaban, habitaba en mi, por eso sabía tanto de mi, no por jugar conmigo al escondite. Dios era yo, era mi alma, era el aprendizaje que cada día tenía con las cosas que me pasaban. Dios era el camino del corazón, el camino con corazón, dios era la aceptación, la paciencia, la paz infinita, la serenidad, la misericordia. Dios estaba encarnado en cada ser humano que se cruzaba en mi camino. Era el rostro imberbe e inmaculado en el que me reflejaba cada día, en el que se reflejaban los otros.
Descubrí que el dios venerado en cada religión, en cada pensamiento sólo cumplía una función, la de darnos a todos y cada uno de los seres vivos la nobleza de existir, la virtud de la vida, la grandeza de aprender desde las pequeñas cosas.
Los ojos serenos de dios me reflejaron cuando
crecí un rostro imberbe en el que mirarme,
en el que aprender a amarme,
en el que aprender a amar.
El rostro de la vida.
Escrito por Equipo AIYA
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